
El tipo emergió tras una puerta de metal, secundado por un guardia. Era alto, tenía porte atlético y sonreía. Para la ocasión, se había vestido con una camisa de seda negra. Después del saludo, se pasó una mano por la cabeza rasurada como para alisar un jopo imaginario. Su actitud irradiaba una tensa simpatía. Al comenzar la entrevista aceptó un cigarrillo.
Mi primera pregunta fue:
–¿Qué recuerda usted del 27 de marzo de 2001?
–No lo sé. ¿Tú te acuerdas de lo que hiciste una tarde hace dos años?
–Si dos mujeres dicen que ese día yo las violé, trataría de acordarme.
–Ese día no estaba con ellas.
–Entonces, ¿dónde estaba?
–No sé. Tal vez en mi casa; tal vez, trabajando o tomando una cerveza.
–¿Hay alguien que pueda confirmarlo?
–Ese es el problema. No tengo testigos, no hay nadie…
–¿Y cómo respalda sus dichos?
–Con mi palabra. Es lo único que tengo.
Su palabra estaba impregnada de una melodía caribeña. Tal diálogo –grabado para el programa «Historias del crimen», de Telefe– transcurría en una pequeña sala del Complejo Penitenciario de Ezeiza.
Un extraño glamour
El primer signo de esta historia se sitúa en la tienda de electrodomésticos que hay en el segundo piso del shopping Alto Palermo, cuando a un tal Pérez, que trabajaba allí de vendedor, le comunicaron que dos personas lo esperaban en la oficina del gerente. Éstos, por presentación, le exhibieron credenciales de la Policía Federal y, luego, un video grabado por las cámaras de seguridad del lugar.
Aunque las imágenes no eran nítidas, el empleado reconoció en ellas a una pareja que había atendido el día anterior. También pudo recordar la venta efectuada entonces: un equipo de minicomponentes y un reproductor de DVD, que fueron abonados por la tarjeta de crédito de la mujer.
Ella era rubia, de unos 22 años y lucía un talleur rojizo; él, por su parte, estaba vestido con una campera de cuero negro, tenía la cabeza rapada y sus ojos irradiaban un extraño glamour. Parecían novios a punto de casarse.
Eso fue lo que, en su momento, Pérez había conjeturado. Y se lo hizo saber a los policías, quienes pasaron por alto la observación; en realidad, ellos procuraban obtener mayores precisiones sobre aquel hombre.
–¿Tenía acento caribeño? –quisieron saber.
Lo cierto es que Pérez no lo sabía. Porque el sujeto sólo había abierto la boca para susurrarle alguna frase al oído de su acompañante, a la que abrazaba románticamente por los hombros.
Los canas sabían que en ese detalle estaba depositado una de las aristas más impresionantes del asunto. Pérez, en cambio, estaba lejos de imaginar que, apenas 24 horas antes, había estado frente a un violador en el momento preciso de tener en sus manos a una de sus víctimas.
El depredador consumista
Corrían los últimos minutos del 27 de marzo de 2001 cuando ella, en medio de una crisis nerviosa, irrumpió en la comisaría 53ª para efectuar una denuncia.
Los acontecimientos se habían desatado en el atardecer de aquel mismo lunes, cuando la chica estaba parada en la esquina de República de la India y Las Heras, esperando que el semáforo cambiara de color.
En ese instante se le acercó una silueta por atrás para murmurarle algo con la soltura de quien declama un piropo. En realidad, su frase fue: «Te estoy apuntando con un arma».
Entonces, la tomó del brazo para cruzar la avenida con ella. Quizás algunos peatones hayan visto la escena pensando que se trataba de un encuentro casual entre dos personas que se conocían. El tipo, en tanto, se dirigía con su presa hacia la plaza Las Heras.
La gente circulaba alrededor de ellos. Sin embargo, ella no se animaba a pedir ayuda. Era como si algo hubiera paralizado su capacidad de reacción.
Al cabo de unos pasos, su captor, no sin cierta caballerosidad, la invitó a sentarse en un banco, antes de comenzar a revisarle la cartera. Ahí solamente pudo encontrar dos billetes de diez pesos y una tarjeta de crédito. En ese instante, anunció: «Ahora vamos a ir de compras».
La ida al shopping –ubicado a cuatro cuadras– transcurrió en medio de una aterradora calma, alimentada por amenazas proferidas con una no menos escalofriante suavidad.
Después –ya con las adquisiciones en sendos envoltorios– regresaron al mismo banco de plaza. Y él, amparado por el oscurecimiento del anochecer, agarró a su víctima por la nuca para arrastrarle la cabeza hacia su entrepierna, mientras, con la otra mano, se desabrochaba la bragueta.
La gente seguía circulando, pero ahora a la distancia.
La intensidad del violeta
Durante la mañana del miércoles, otra mujer denunció en la comisaría 53ª un ataque casi idéntico. En el transcurso de los siguientes meses se registraron unos 13 casos en los barrios de Recoleta, Palermo y Belgrano. El tipo de acento caribeño tenía una clara preferencia por esas zonas. Y también por las víctimas de entre 18 y 25 años con físico menudo y aspecto adinerado.
Los investigadores ya habían tomado nota de su patrón de conducta: lo suyo era la felatio, aunque, en algunas ocasiones, iba por más, consumando así una lisa y llana violación; siempre en plazas o explanadas ya desiertas por el horario, pero escrutando desde la distancia a quienes caminaban por las calles adyacentes. En ningún momento dejaba de amenazar a sus víctimas, aunque lo hacía modulando la voz, casi en tono de súplica. De igual modo, al requisarles las carteras o cuando las obligaba a ir de compras, les exigía fingir un vínculo amoroso.
Esa era una de las características más sobresalientes de su conducta serial. Y resultaba asombroso constatar que el enorme terror que ejercía sobre sus presas les anulaba la voluntad de resistirse.
Durante un año no hubo sobre él otra pista que su tonada caribeña. En ese lapso, la policía desplegaba dispositivos de vigilancia muy discretos en sus sitios preferenciales. Pero al cabo de unos días, ante la falta de resultados y la aparente inactividad del depredador, los desactivaba. Recién entonces, el tipo volvía a la acción.
Su buena estrella siguió brillando hasta que una de sus víctimas lo vio al merodear en las cercanías del Jardín Botánico. Y sin perder un solo instante, avisó al Comando Radioeléctrico.
El “Violador de la Tarjeta” –como lo bautizó la prensa– fue detenido el 28 de marzo de 2002.
Lío de polleras
Johan Pinto Torres tenía 32 años en el momento de su arresto. Había venido de su Venezuela natal a fines de 1998 con un título de técnico aeronáutico. Sin embargo, no pudo conseguir un empleo en esa especialidad; por lo tanto, solía trabajar como barman en boliches de moda, como el Hard Rock Café. Y vivía en un barrio de Avellaneda con una chica que había conocido a poco de llegar al país. Con ella había tenido un hijo. Tras su arresto no los ha vuelto a ver.
El 2 de febrero de 2003, un Tribunal Oral lo condenó a 37 años y medio de prisión. Entonces se lo alojó en el penal de Ezeiza.
Fue allí donde, meses después, lo entrevisté para «Historias del Crimen».
–Mi palabra es lo único que tengo –repitió, esta vez golpeando la mesa con la palma de la mano.
Insistía con vehemencia en negar el delito que lo llevó tras las rejas, y se obstinaba en decir una y otra vez que su infortunio sencillamente se debía a un “lío de polleras” –tal es la expresión que usó–, protagonizado por tres amantes despechadas y otras 12 que, por algún extraño motivo, se confabularon para sacarlo de circulación.
En este punto, un paréntesis.
Mi cobertura del caso incluyó un breve viaje a Caracas con el propósito de reconstruir el pasado de ese hombre y entrevistar su familia. Los padres de Johan creían que él estaba preso por un malentendido que no tardaría en aclararse. Grande fue el estupor que se apoderó de ellos al saber que en realidad ya estaba condenado por numerosas violaciones.
Junto a sus progenitores y a un hermano menor recorrí los tres hogares en los que atravesó su infancia y juventud: primero, un lujoso piso en el barrio Miraflores, próximo al Parque Kennedy y con el océano Pacífico de fondo; luego, un departamento de clase media en el centro de la ciudad y, finalmente, una vivienda de tres ambientes en un complejo habitacional tipo Lugano I y II.
En aquel recorrido, el papá hizo hincapié de cómo tal movilidad social descendiente supo afectar la autoestima del muchacho.
Al despedirnos, su madre, no sin azoró, comentó:
–No entiendo. Con lo guapo que es, Johan no tenía ninguna necesidad de violar mujeres.
Pues bien, volvamos al penal de Ezeiza.
El “galán” en su laberinto
Pino Torres no se apartaba de la hipótesis del “lío de polleras”:
–Yo estoy aquí –aseguró– porque hay tres mujeres que se pusieron de acuerdo para acusarme. Yo las seduje, es cierto, y después me borré. Tampoco podría negar que me aproveché de ellas. Es verdad que me comporté como un “chulo”. Pero sin ningún abuso sexual, eh.
–Pero hay otras 12 víctimas…
–A esas ni siquiera las conozco. En mi vida las he visto.
Pino Torres no escatimaba la ocasión para jactarse de su éxito con las mujeres. Lo hacía, a veces, por simple vanidad, pero también como parte de su estrategia defensista. Es justamente ese supuesto poder de convocatoria entre el sexo opuesto el argumento que esgrimía para refutar las acusaciones de sus víctimas. Luego pasó a reconocer que a algunas de sus acusadoras las había conocido en la intimidad. Y admitía haber desplegado con ellas un inofensivo juego de seducción para obtener pequeños beneficios económicos.
–¿Cómo las conocía? ¿Cuál era su método para abordarlas?
–Preguntándoles la hora. Qué sé yo… Me acercaba para entablar algún tema. Les decía: “Ay, ¿de dónde eres?”, siempre exagerando mi tonadita.
Entonces, esbozó una sonrisa pícara.
–¿Como hacía para que, en media hora, le estuvieran haciendo regalos?
–No es así. Era mucho más que media hora. Tenía que pasar más tiempo para que yo les pudiera contar mi vida.
–¿Cuánto tiempo?
–Vaya uno a saber cuánto tiempo. Quizás algunas horas.
–¿O sea que sólo le bastaban unas horas para lograr que una mujer le regalara un montón de electrodomésticos?
–No eran tantas cosas. Apenas un equipo de sonido y uno para DVD.
Solo algunas de sus víctimas hicieron la denuncia luego de ser atacadas; otras se sumaron a la causa al enterarse por la prensa del arresto de un sujeto con similares características a las de quien las violó.
Todas identificaron a Pino Torres en ruedas de reconocimiento.
–¿Qué les diría ahora a esas mujeres?
–Que me arruinaron la vida.
Con su condena a cuestas, la existencia de Pino Torres estaba atada a un enigma. Su actitud no parecía la de quien asume que deberá llegar a la vejez privado de la libertad. También daba la impresión de que su pasado reciente le resultaba ajeno. Es posible que en su fuero íntimo minimizara sus delitos al no considerarlos tan dañinos.
–¿Cómo asimila el hecho de que usted deberá pasar 37 años y medio en la cárcel?
–Suponga que yo haya violado a todas esas chicas, ¿acaso la condena que me dieron les va borrar el dolor que yo hipotéticamente les causé?
– ¿A usted lo han violado alguna vez?
–No. Por suerte, jamás me pasó. Antes de que me violen, y esto lo digo por si algún preso lo intenta, prefiero quitarme la vida. O que me la quiten.
Tras prender otro cigarrillo, el tipo se permitió una reflexión final:
–La cárcel alimenta el resentimiento. Pero ya se sabe que la venganza no es una buena consejera.
Después, escoltado por el guardia, Johan Pino Torrez se perdió tras la puerta de metal.